Desde que el discurso moderado de Enrique Capriles Radonski recibiera el rotundo espaldarazo del electorado opositor en las elecciones primarias del pasado 12 de febrero (más del 60% de los votos), se ha venido extendiendo la peculiar idea de que “edulcorar” la crítica es un imperativo político estratégico de primer orden para evitar “la polarización que tantas ventajas ha generado al autócrata”. Una postura que dice apoyarse no sólo en la experiencia y en los resultados antes mencionados, sino también en numerosos estudios cualitativos y cuantitativos de opinión pública que señalan que sin la mayoría de los famosos ninis (no alineados) y un buen número de chavistas arrepentidos será muy complicado generar las condiciones para el cambio que reclama Venezuela. Parece que los tonos altos dañan exclusivamente a los demócratas.
Estando de acuerdo con algunos aspectos del análisis formal de la situación y siendo yo parte de ese 5% de opositores “radicales” que quería una ruptura más profunda con el régimen instaurado hace ya trece largos años (vistos los calamitosos resultados de tan estrambótico experimento), no puedo más que llamar la atención de los riesgos que entraña llevar esa estrategia de “moderación” a límites absurdos, pues si tácticamente decimos que “no todo es tan malo como se ve y que los problemas estructurales de Venezuela pueden ser resueltos sólo con buena voluntad” podríamos estar fortaleciendo involuntariamente la idea de dar otra oportunidad a ese “malo conocido preñado de buenas intenciones pero rodeado de gente mala”.
Entiendo que Capriles y sus asesores asumieran esa máxima de la propaganda masiva que reza que de lo que se trata es de vender una idea a mucha gente, limitando el discurso a cuatro palabras claves (progreso, hay un camino, reconciliación y paz) y un puñado de frases, pensando especialmente en la compresión de los menos atentos del público meta. Sin embargo, eso de suavizar la crítica ante una realidad de por sí dramática podría coincidir peligrosamente con esa consecuente estrategia oficialista, de más largo aliento y poder de fuego comunicacional, que consiste en construir una realidad idílica que se apoya en el sistema de medios públicos y comunitarios, el artículo 10 de la Ley Resorte (propaganda obligatoria y gratuita) y las discrecionales cadenas de radio y televisión.
Un discurso fuerte, que no agresivo, es esencial para contrarrestar la política de intimidación y violencia que parece haber asumido el chavismo con el propósito de ahogar los afanes de cambio mediante el chantaje de la ingobernabilidad y la anarquía políticamente motivada ante una probable derrota electoral de Chávez. La unidad demostrada en las primarias no es suficiente, hay que mostrar coraje crítico y en la política la pasión por la verdad conmueve, moviliza y persuade. No creo en la autocensura buena.