Aquel martes 11 de septiembre de 2001 me encontraba yo en Barcelona (España) poniendo la mesa para comer en el apartamento en el que vivía, de espaldas al televisor que siempre encendía a la hora de almorzar (2:45 pm), cuando escuché la voz de Matias Prats, presentador del noticiero de antena 3, narrando lo que parecía un peculiar accidente aéreo. Llamé a mi padre que se encontraba en la cocina para enseñarle ese extraño espectáculo televisivo. Las primeras conversaciones fueron en torno al tamaño de la avioneta que se había estrellado en una de las torres, cuando repentinamente nos sorprendió la segunda explosión que nos hizo quedar completamente inmóviles ante el evento más estrambótico e impresionante que la audiencia global haya presenciado jamás.
En las primeras horas de esta tragedia, la profusión de informaciones igualmente alarmantes me hizo sentir algo que podría denominar como síndrome de ansiedad informativa, es decir, mientras más noticias escuchaba y leía más necesidad sentía de recibirlas. Era una vorágine de la cual me negaba a salir porque, como todo el mundo, sabía que era testigo de otro punto de inflexión en la historia contemporánea, uno que vería emerger una nueva amenaza totalitaria contra la libertad humana: el islamismo yihadista antioccidental.
Que golpeara entre otros lugares a Nueva York, una ciudad que sólo conozco en mis sueños pero que representa la Babilonia de mis valores, gustos y aficiones, fue especialmente duro. Recuerdo que pensé que en el futuro sólo una invasión extraterrestre, por inverosímil que parezca, podría superar el nivel de asombro al que llegamos todos esos fatídicos días de septiembre. El lado menos amable e inevitable de la globalización hacía su aparición en “primetime” para recordarnos que la maldad también es un fenómeno global.
Un nuevo milenio, una nueva guerra. En este caso en su forma más sucia y rastrera. Soy de los que cree que hasta las guerras tienen parámetros morales: cínicos, ridículos, insólitos, llámelos como quiera, incluso desprécielos si quiere, pero un ultimátum, una declaración de guerra, movimientos de tropas o portaviones al menos dan una oportunidad a las partes (siempre visibles e identificables), existe la posibilidad de rendirse como Francia ante la Alemania nazi, buscar refugio, escapar del conflicto o entablar negociaciones. El terrorismo no da segundas oportunidades, es una puñalada trapera, un acto de traición que ataca por la espalda sin previo aviso. Además, aunque las guerras generan bajas civiles, para los terroristas los muertos deben ser civiles, lo cual lejos de ser un mero matiz es un elemento definitorio, no son daños colaterales, son objetivos predilectos de su acción intimidatoria y chantajista.
A partir de ese momento, Occidente se enfrentaría a una guerra de carácter existencial, de esas que no se pueden perder porque de los que se trata es del largo enfrentamiento entre la civilización y una forma de barbarie que nos amenaza por su animadversión radical a los valores en los que afincamos nuestro ideal de progreso. Una utopía anacrónica que intenta imponernos el yugo de un califato mundial, el reino de la sumisión a un Dios restrictivo y agobiante que desprecia la libertad al grado de reglamentar cada aspecto de nuestras vidas por insignificante que sea.
En el enfrentamiento con la yihad internacional se han cometido no pocos errores, algunos han afectado duramente la superioridad moral de nuestra causa, otorgando victorias simbólicas a las fuerzas del terror con su mensaje estratégico: “ustedes que están tan orgullosos de sus valores, vamos a utilizarlos en su contra para que tengan la necesidad de cambiarlos hasta hacerlos irreconocibles”. Las detenciones ilegales, los interrogatorios "opacos", la alianza con regímenes oprobiosos, la invasión de la intimidad son métodos que sin duda nos hace ser peores de lo que quisiéramos, aunque para ser justos tendríamos que recordar siempre que el método del “vale todo” ya lo escogió el adversario ese 11S, un terreno fangoso y maloliente que se ha tenido que pisar. Los verdaderos dilemas éticos, por duro que parezca, se dan muchas veces entre lo malo y lo peor y en esta guerra no debe existir margen alguno para la derrota de las democracias.
Esta historia está lejos de acabar, pero la determinación de los terroristas para matar debe encontrase con la férrea voluntad de los demócratas dispuestos a dar la batalla en todos los terrenos en los que se plantee, la memoria de los caídos y el futuro de lo mejor de la humanidad así lo exige.