Siempre he vivido en un país en caída libre. Para aquellos que nacimos en la década de los 70, en pleno apogeo de la “Venezuela saudita” con Carlos Andrés Pérez en su primera presidencia (1974-78), nuestra evolución vital se dio en paralelo con la traumática irrupción de la inflación en la vida de la nación con la consiguiente pérdida del poder adquisitivo del Bolívar, la crisis de la deuda y las fluctuaciones de los precios del petróleo, con sus ciclos de expansión y recesión económica, además del incremento progresivo de la violencia criminal. Paradójicamente, somos hijos y nietos de las generaciones que disfrutaron de la etapa de mayor progreso social, crecimiento económico y optimismo de nuestra historia.
Los cuentos de aquellos años locos nos parecen crónicas fantásticas, fábulas de tiempos en los que entrar en la universidad era un simple trámite administrativo, al igual que escoger carrera; cuando los que organizaron guerrillas fueron perdonados, los adversarios políticos se toleraban y los homicidios vinculados a la inseguridad eran episodios poco frecuentes. Todo parecía posible: seguíamos recibiendo oleadas de inmigrantes de Europa y del resto de Latinoamérica atraídos por el prodigio de un país con cuatro décadas de crecimiento y modernización sostenida (1940-70), aunque algunos también llegaban huyendo de terribles dictaduras militares en sus países de origen. Estábamos en la antesala del primer mundo. Pobres ilusos.
Cuando nos detenemos en la década en que nací y sus peculiaridades, las pruebas del despilfarro y los excesos de todo tipo saltan a la vista, precisamente en momentos en los que el mundo desarrollado vivía convulsiones geopolíticas y estancamiento económico, nosotros importábamos güisqui y motorhomes. Es como haber nacido en una época que marcó un antes y un después en nuestra historia contemporánea. Para la generación a la que pertenezco la palabra crisis se nos hizo tan familiar que la asumimos como la letra machacona de la banda sonora de la decadencia venezolana de la que hoy escuchamos sus coros más tristes.
Aquel país dejó una impronta profunda en la memoria de los venezolanos que desde entonces vivimos la resaca de la cultura del derroche, la evasión y la irresponsabilidad de quienes se declararon “ricos” a pesar de las evidencias. Los espejismos de la abundancia ocultaron por algún tiempo la rémora de una deficiente cultura del trabajo auspiciada por un Estado grande, torpe y populista, empeñado en infantilizar a la población para dominarla. Era el auge del socialismo “chévere” de los que “robaban y dejaban robar”, que antecedieron a los rumiantes totalitarios que desde “la izquierda de la izquierda” se prepararon para capitalizar los fracasos de sus hermanos mayores, repitiendo exactamente los mismos errores pero con actos de intolerancia, dogmatismo y crueldad nunca antes vistos en democracia.
La unidad opositora pasará de ser una alianza electoral a una verdadera concertación |
Los que rondamos los 40 años de edad hemos pasado tres cuartas partes de nuestras vidas padeciendo el declive sostenido del país, ni hablar de los que hoy tienen 30, 20 o menos años. La mayoría de la población venezolana es menor de 40 años y corremos el riesgo de que la experiencia vivida acabe por condenarnos a tener menos oportunidades y expectativas de progreso que las generaciones anteriores. Es momento de convencernos de que la única manera de tener resultados distintos es pensando y actuando de forma distinta y en el 2012 tenemos la última oportunidad de rectificar. No la dejemos pasar de nuevo, ya es tiempo de despegar.